Empieza por los escalones de arriba. La
arena está seca y tiene un color marrón oscuro. Se parece a la
tierra. Con las cerdas rojas de la escoba junta todos los granos que
puede del descanso y los barre hacia el escalón de abajo. Piensa
cuántos se pueden escapar en esa leve caída, donde incide más lo
liviano que lo alto. Trata de ser cuidadoso para que se escapen
pocos. Tampoco se esmera tanto porque en un rato va a estar parecido
de nuevo. Lo suficiente como para que si queda algo pase
desapercibido en vez de omitido. La arena cae al escalón y se
esparce como un baldazo de pintura. Esos movimientos lo ayudan a
pensar y a concentrarse.
El saludo de unos huéspedes que van a
bajar lo alejan unos segundos de ese espacio físico y de su espacio
mental. El puñado de arena es más grande y también más oscuro,
pero con cada escalón que baja se le hace más dócil. Chequea que
no quede algún resto sobre los bordes de madera de los escalones y
continúa. Se siente entretenido. Si le agrega un poco de intensidad
al barrido, puede ver casi en cámara lenta cómo se deslizan los
granos sobre la cerámica. Se pregunta si toda esa arena que no
vuelve a la playa afecta en algo.
― ¿Qué cosa?
― Eso. Barrer todos los días. Y a
cada rato. Seguro que ya vuelven los de la 209 y dejan eso igual que
antes.
― Puede ser...
― No es para que te ofendas, eh. Es
que me resultan muy tediosas las cosas que “hay que hacer” y que
se arruinan rápido. Lavar los platos, barrer, hacer la cama. Yo
trato de hacerlas cada tanto... menos los platos. Pero bueno,
supongo que alguna vez...
― Alguna vez hay que volver a
reflexionar.
Los granos de arena se le esparcen,
como en la mente, los millones de pensamientos lo hacen y se separan
violentamente de otro que parecía más grande y conciso; cada uno
para su lado, cada uno más cerca de unos que de otros. Y quizás no
logren una unión, pero ese esparcimiento es la llegada a un lugar
nuevo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario