Tener
perro me pone en situación de hablar con gente desconocida a diario.
Ellos se eligen entre sí y dan el pie (o la pata) para que los dueños
hablemos. Mi procedimiento es básico: pregunto sobre el nombre de la
mascota, sobre alguna intriga de la raza — ¿Come mucho un galgo aunque
sea tan flaco?— , y comentarios sobre el comportamiento. “Él tiene un
amigo...”, me cuenta la dueña de Bruno, un bóxer marrón de un año. El
nombre de ella no lo sé, claro. No me interesa. Y a ella no le interesa
el mío. Yo soy el dueño de Amina, que está conociendo a sus primeros “amigos”.
Ser
quien maneja la correa es una especie de ser “el hijo o la novia de”.
Un recurso para ubicar gente más fácil. Yo todavía soy nuevo, ningún
dueño me saluda al llegar y ni siquiera saben el nombre de Amina, que
pisa la calle hace menos de un mes. Cuando el paseo devenga en hábito
quizás los demás dueños del Parque Chacabuco me reconozcan como yo ya
conozco a Rita, la salchicha; a Tomi, el cachorro con ojos de distinto color por heretocromía;
o a Hera, la galgo atigrada. Se sabe que hay miles de perros, pero uno
es más consciente de la cantidad cuando todos pasan por las narices del
suyo.
Una
compañera dijo que lo que más extraña de fumar son las charlas en las
puertas que caducan cuando se termina el cigarrillo. Cuando escuché esa
noble justificación lamenté perderme de algo así por no fumar (je).
Tampoco vivo en un edificio donde el ascensor me incita a conversar con
el compañero de espacio reducido. Hacer un gesto, hablar del clima o
mirarse al espejo. Al menos yo siento esa presión. Ahora, al ser dueño,
voy a poder disfrutar de esa espontaneidad, esa coincidencia que lleva a
dos desconocidos a hablar solo porque sus perros se están oliendo el
culo. Mucho más saludable que el cigarrillo.
Lo que sí: la prolongación de la charla es incierta. El timing
lo manejan los animales. Si están muy entretenidos revolcándose en el
piso los dueños tenemos que ahondar en anécdotas, cuidados u otros
perros. “Esos dos ovejeros de allá no tienen problema con nada ni
nadie”, me avisa la dueña de Bruno mientras su perro, la mía, los ovejeros y otros más juegan a correrse sin más lógica que la de gastar la energía que les genera estar con sus pares.
A veces llevo una mini pelota de rugby para jugar con Ami.
Una tarde, ni bien pisamos la plaza del barrio, se nos acercó un nene
para preguntarme si podía jugar. Agustín hace rugby en un club cercano
que yo no sabía que existía ni él sabe cuál es el nombre porque “nunca
me lo dijeron”. Estuvimos como 20 minutos tirándonos pases — me enseñó
algunas técnicas— mientras Amina intentaba robarnos la ovalada. El
ejercicio suficiente para que quede sedada el resto del día. Cuando lo
despedí, le pregunté el nombre y le dije el mío, que ni pareció interesarle.